Infancia deportiva

No me quejo: tuve una infancia feliz.

El único problema era que no siempre respondí a las expectativas de mi padre. Ojo, no porque haya sido mal chico o poco estudioso, nada que ver. En realidad fui una monada en todo lo referido a conducta y calificaciones; pero eso sí, un nerd en toda regla, aunque con nada que no se pudiera componer sobre la marcha. Excepción hecha de los gruesos lentes de miope y una timidez galopante que trastabillaba constantemente con la alta competitividad de un colegio solo para varones, por lo demás tuve una infancia normal, activa y con amigos… tan nerds como yo.

El principal desencuentro con mi padre, lo significó el deporte: para mí, una muy dinámica actividad que dejaba al descubierto mis verdaderas cualidades para otras ocupaciones. Además, contaba con el agravante genealógico de que él alguna vez había sido un muy reputado shortstop de la selección de béisbol del estado en su juventud, además de insigne jugador de softball en sus años maduros, en los equipos de la industria petrolera.

Difícil handicap para superar, demasiado cuesta arriba para mí. Más todavía cuando, además de la miopía felizmente creciente, se añadían a mi historial genético una lastimosa biomecánica y una torpe motricidad que no eran exactamente las más idóneas para desempeñar con solvencia alguna posición en ese deporte. Bueno, en ningún deporte.

Primeramente, hice todo lo que pude por desempeñar algún papel, aunque fuera discreto, en mis tímidos intentos por participar en el deporte colegial, donde invariablemente se cumplía conmigo el axioma de dos variables: a) no me escogía ningún equipo; b) si me escogían, irremisiblemente era condenado a la banca. Pero no me quejo, hice muy buenos amigos… en la banca.

Además, no podía ser de otra manera: el catolicismo y el fútbol eran los objetos de culto en un colegio de curas españoles e italianos, hasta el punto que en las inauguraciones de los mundiales de fútbol daban libres las dos últimas horas de clase para que los muchachos disfrutaran del espectáculo, algo impensable en horarios convencionales y solo visto el día del santo del colegio, las jornadas misioneras, o en la hora de misa de los viernes. Resumiendo: no jugar fútbol era casi pecado de apostasía, sintiendo a nuestras espaldas el abismo de fuego del infierno consumiendo a las almas condenadas.

Y empeñados como estábamos en rendir culto al deporte rey, los dos recesos de primaria y secundaria eran dedicados a la persecución implacable de un balón por parte de turbas sin orden ni concierto, donde abundaban los gritos, las patadas y mentadas de madre, en medio de un caos sumamente beneficioso y propicio para meter goles en fuera de juego, con la mano, o pasada la hora. Aunque me involucré en aquellos salvajes encuentros más como espectador al fondo de la cancha que como participante en el multitudinario desorden, de vez en cuando un balón solitario era la excusa para dar un patadón sin destino, así como para no perder la costumbre.

También era divertido ver las demostraciones de algunos curas, que se animaban a participar en el anárquico juego, pero al costo de sufrir las consecuencias de una especie de precoz sicariato o ajuste de cuentas infantil, en la forma de una zancadilla, las más, o una patada franca en salva sea la parte, las muchas, que dejaban al pobre hombre de Dios doblado en el piso y pidiendo la extremaunción, cuando no la excomunión del endemoniado perpetrador.

Otros tantos esfuerzos por destacar los hice en las desatinadas caimaneras de béisbol que se formaban al frente del edificio, donde (no sé si para bien o para mal), siempre faltaba uno, sea porque al ausente no lo dejaban salir, sea porque sí había salido, o bien porque estaba enfermo. Y como había que completar el equipo, me escogían al último. Eso sí, siempre sufriendo esa fría desesperación de sentir como alargaban el suspenso en el instante postrero, resonando en mi cabeza el detestable ordinal como un espiral infinito: “el últimooooooo…”, hasta que alguno de los capitanes se compadeciera de mí, o simplemente porque era el único que quedaba por escoger, cuando ya todo el mundo estaba en la cancha. Y allí comenzaba la verdadera diversión.

Claro, cuando hablé del deporte colegial, me refería a escenarios ideales, casi asépticos, donde solo tus habilidades, un árbitro y un timbre, decidían el resultado y se forjaba un irrestricto respeto a las reglas de juego los días de campeonato, especialmente cuando algún cura rondaba la cancha vigilando las conductas non sanctas. Por el contrario, las caimaneras padecen de esos ciertos visos de primitivismo que las hacen actividades de muy alto riesgo, pero que resultaban sumamente atractivas para los chicos en edad de merecer, especialmente cuando se trata de impresionar a las chicas, en medio del bombardeo de hormonas que produce la entrada a la adolescencia.

Ya saben, ese momento en el que se produce la mejor atrapada de todo el juego, justamente por encima de la oxidada cerca alambrada, en la que quedabas totalmente enrollado, con las púas metálicas a un paso de cercenarte la femoral y a milímetros de perder un ojo, sin menoscabo de la sangre y la marca que quedaba como herida de guerra y que blindaba tu prestigio ante el público femenil, a disgusto de los respectivos padres, o más bien de las madres.

Por supuesto, yo jamás llegue a esos extremos, ocupado como estaba en tratar desesperadamente de salir del papel impuesto de “hueco” por donde todos los contrarios bateaban, para desesperación de mi equipo, que veía amargamente como aumentaba la ventaja en el marcador, ante cada manotazo sin destino luego del batazo. De todas formas, no todo era tan malo, pues de vez en cuando hice algunas buenas atrapadas y logré batear milagrosamente el hit oportuno, pero nunca pude vencer ese irrefrenable tic nervioso que me obligaba a cerrar los ojos cuando la pelota venía hacia mí.

Todavía escucho las sabias, profundas y reflexivas palabras que mi padre me dedicaba, desde lo más profundo de su ser y lleno de la comprensión que solo un padre puede tener, luego de ver una y otra vez mis vanos intentos por tratar de hacer un papel decente en el deporte: “mijo, usted no sirve para esto”.

Jesús Millán

Jesús Ramón Millán

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